“Beowulf” es un poema épico anglosajón anónimo que fue escrito en inglés antiguo y posee 3.182 versos.
Tanto el autor como la fecha de composición del poema se desconocen, aunque las discusiones académicas suelen proponer fechas que van desde el siglo VIII al XII d. C. Además, aunque el poema no tiene título en el manuscrito, se le ha llamado Beowulf desde principios del siglo XIX y se conserva en la Biblioteca Británica.
Al finalizar la lectura del presente poema épico, podemos observar que tiene dos grandes partes: la primera sucede durante la juventud del héroe y narra cómo acude en ayuda de los daneses, quienes sufrían los ataques de un ogro gigantesco, llamado Grendel; en la segunda parte, Beowulf ya es el rey de los gautas y pelea hasta la muerte con un feroz dragón.
Es importante señalar que el presente poema épico surgió como un cantar de gesta recitado por juglares que narraban hechos que tendrían lugar en algún momento entre los siglos V y VII d. C. De esta manera, observar los hechos históricos acaecidos durante este período de la Edad Media puede ayudar a comprender ciertos factores que incidieron en la composición del poema y las problemáticas que se reflejan en el mismo.
En efecto, este siglo es un período histórico agitado en el cual, tras la retirada de los romanos, los invasores que llegan a las Islas Británicas fueron desplazando a los antiguos habitantes (los celtas, luego llamados bretones), y se producen cambios lingüísticos importantes.
Por último, mencionaremos que la importancia como epopeya del Beowful es equiparable a la del Cantar de los Nibelungos sajón, el Cantar de mío Cid español y La Canción de Roldán .
A continuación podrán releer un fragmento de “La gesta de Beowulf”, de Nicolás Schuff:
La gesta de Beowulf
(…)
VIII
Pasaron cincuenta años.
Beowulf seguía gobernando con virtud entre los gautas, aunque sus cabellos habían tomado el color de la nieve.
En esos días, un hombre vagaba por las afueras del reino, entre ventosos desfiladeros, cuando dio con la entrada de una gruta. Era la cima de un risco. Abajo, las olas se deshacían en golpes de espuma contra las rocas.
El hombre juzgó que era un buen lugar para descansar un rato antes de continuar. Pero al entrar su sorpresa fue grande: la cueva escondía un tesoro invaluable, hecho de espadas, copas, medallones, joyas y oro de tiempos antiguos.
El hombre cargó en su saco todas las piezas que pudo y partió. En ningún momento se dio cuenta de que, en el fondo de la gruta, en la oscuridad, dormía el guardián de esos tesoros, el ancestral ladrón que a lo largo del tiempo se había hecho de aquel botín.
Cuando la primera estrella apareció en el cielo y el día aún no terminaba de extinguirse, los gautas notaron que una sombra gigante y veloz oscurecía las calles. Algunos ni siquiera llegaron a alzar la cabeza y ver al dragón. La criatura abrió sus fauces, lanzó una llamarada feroz y convirtió en brasas y cenizas a sus desprevenidas víctimas.
Hubo gritos, corridas. El dragón dorado se elevaba en el firmamento y volvía a bajar en picada, con las alas extendidas, planeando sobre los techos y sacudiendo con su aliento de fuego los hogares. Cada bocanada era como el golpe de cien látigos ardientes.
El ladrón regresó a su guarida antes de la aurora. Atrás había dejado campos calcinados, casas destruidas y hombres y mujeres carbonizados.
Para Beowulf fue una noticia tristísima. No hallaba motivos que justificaran la furia del dragón, y su mente se llenó de ideas sombrías. Pero al fin decidió que, fueran cuales fueran los motivos, debía pasar a la acción. El destino de su pueblo estaba en juego.
Convocó a sus caballeros y se hizo armar. Aún confiaba en la fuerza de sus puños y estaba dispuesto a enfrentar al dragón a golpes, como lo había hecho ya con otros monstruos más terribles, tiempo atrás. Pero sabía que ahora lo esperaban las llamas y el aliento venenoso, y debía protegerse.
Ciñendo el yelmo, el escucho y la espada, marchó con diez hombres hacia el alto acantilado. En el camino, aquí y allá, veían árboles abrasados y rocas ennegrecidas, vestigios del paso de la bestia.
Cuando estuvieron cerca de la gruta donde moraba el dragón, Beowulf se despidió de sus vasallos.
_ Los años pesan sobre mí, pero aún conservo la fuerza – dijo—El hábito de la guerra moldeó mi juventud y ahora tengo una nueva oportunidad de luchar. Así que les pido que aguarden aquí y observen el combate sin intervenir. Si el destino inclina la balanza en mi contra, se habrá perdido sólo un hombre viejo.
Así habló el admirable Rey de los gautas y luego marchó decidido por el angosto desfiladero, hacia la entrada de la cueva.
Casi había llegado cuando una nube de fuego y pútrido aliento surgió de las profundidades de la caverna. Todo el monte pareció incendiarse. El escudo de Beowulf se puso al rojo vivo, y el gauta tuvo que soltarlo. Sintió ampollas en la piel y el olor del vello quemado. Pero esto no lo atemorizó. Con voz potente gritó:
_ ¡Sal de la cueva y pelea!
El desafío del rey retumbó en las rocas y produjo un largo eco. Luego, por unos instantes, todo quedó en silencio.
IX
El centenario dragón oyó la llamada, y Beowulf lo escuchó resoplar varias veces en la gruta. Ambos se temían.
Entonces, otra nube de fuego surgió de la caverna, y tras ella apareció el imponente monstruo. Sus escamas doradas brillaron bajo el sol.
La bestia clavó sus ojos terribles en el viejo Rey y lo embistió. Beowulf trastabilló y se tambaleó un segundo al borde del acantilado. Muchos metros más abajo, alcanzó a ver el mar que iba y venía con fuerza entre las rocas.
El gauta se recuperó, afirmó sus pies, desenvainó su espada y atacó. El dragón retrocedió, pero Beowulf alcanzó a abrirle un tajo en el costado. La bestia herida alzó su gran cabeza, volvió a bajarla y vomitó una nueva llamarada infernal.
Esta vez el fuego alcanzó al Rey, que cayó al suelo con la vista nublada y la piel del cuello y el rosto quemada. El hierro que protegía su cuerpo estaba hirviendo. El ardor era insoportable.
Los guerreros gautas, más abajo, observaban el combate paralizados por el temor. Pero uno de ellos, un joven llamado Wiglaf, no pudo resistir más la espera y arengó a sus compañeros.
_¡Ayudemos al Rey! Él siempre nos ha defendido. ¡Ahora es nuestro turno! Es preferible morir combatiendo entre las llamas junto a él que vivir humillados por el resto de nuestros días. ¡Nuestro honor se llama lealtad!
Tras estas palabras, los demás vacilaron. Pero Wiglaf no los esperó. Corrió junto a su señor, atravesando las nubes de vapor venenoso para enfrentar al dragón.
La bestia lo vio acercarse y lanzó su aliento infernal sobre el joven guerrero. Wiglaf cayó al suelo con una pierna quemada, pero logró rodar y guarecerse tras una roca. Entonces Beowulf aprovechó y golpeó al dragón con su espada. Pero esta vez el hierro se partió al medio, y el dragón se irguió para caerle encima al Rey, aplastarlo y terminar con él. En ese instante, Wiglaf, que había logrado incorporarse, se lanzó con furia hacia la bestia y le hundió un hacha en el vientre. Fue una herida mortal. Pero la bestia, antes de desplomarse y caer por el acantilado hacia el mar, mordió a Beowulf en el pecho con una última y certera dentellada.
El Rey, malherido, se sentó con la espada contra una roca. Respiraba con dificultad y la sangre manaba sin cesar de su pecho. Wiglaf acudió a ayudarlo.
_ Si el destino me hubiera dado un hijo, este sería el momento de entregarle mis armas- dijo Beowulf.
_Señor, permítame cargarlo hasta el palacio –pidió el joven-. Allí lo asistirán.
_Ya no hay nada que hacer, querido Wiglaf. Mis días tocan a su fin. He cuidado del trono sin promover agravios vanos y jamás di en falso mi palabra, y es eso lo que me consuela en esta triste hora. Tú ve a la cueva del dragón y recoge el tesoro que hemos ganado para el reino. Y cuando yo haya exhalado el último aliento y haya sido incinerado en la pira, mi deseo es que construyan en la costa un túmulo que se vea desde el horizonte. Así, en tiempos futuros, todos los navegantes sabrán en cuál de todos los peñones ondea el nombre de Beowulf.
Los ojos del Rey se apagaban. Se arrancó el espléndido collar de oro que adornaba su cuello y se lo entregó a Wiglaf.
_ Eres el último de nuestra estirpe de nobles héroes – murmuró-. Todos pagaron su coraje con la muerte. Ahora yo debo seguirlos.
Y tras estas palabras, los ojos de Beowulf se cerraron y su alma abandonó el cuerpo. Wiglaf rompió en llanto sobre el pecho de su querido soberano.
Recién entonces se acercaron los otros guerreros, los que habían permanecido fuera de la contienda, sin atreverse a ayudar a su señor.
Wiglaf los miró con dureza, y más tarde les habló con reprobación. Sin duda, la noticia de su cobardía llegaría hasta los confines más lejanos.
Horas después, la muerte de Beowulf fue comunicada a todo el reino.
En la costa, los gautas alzaron una pira para Beowulf y, cumpliendo sus deseos, la adornaron con yelmos, escudos y brillantes armaduras.
(…) Y todos lloraron la muerte del héroe Beowulf y dijeron que nunca habría en esa tierra un soberano más justo, valeroso y amante de su pueblo.
Schuff, Nicolás. A capa y espada. Relatos de la épica medieval. Ed. La estación. Bs. As. 2009.
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